United 93

Quedan todavía mucho años para que en el aniversario del mayor ataque terrorista, dejemos de ver las imágenes de la barbarie humana acaecida en EE.UU. al comienzo de los telediarios, de que los periódicos publiquen especiales sobre los hechos, que se estrenen documentales en horario de prime time. Pero a pesar de que exista ese día en el que el 11-S sea un mera referencia histórica, tal y como ha sucedido con el ataque a Pearl Harbor, el desembarco de Normandía u otros tanto hechos que han marcado el devinir de su presente y nuestra historia, nadie olvidará nunca qué pasó aquel martes, dónde estaba, con quién, haciendo qué. Por más que queramos, ese es una de las circunstancias de la vida que nos ha marcado para siempre.

En mi caso, estaba a punto de comer. Había empezado el telediario de Antena 3 al mediodía, con Matía Prats con la noticia de que una avioneta se había estrellado contra una de las Torres Gemelas, un edificio que me sonaba pero que no asociaba a estructura alguna. Me quedé impresionado y reconozco que en un principio no pensé en las víctimas mortales. Me fascinó la espectacularidad de un gigante de hierro herido, con la herida mortal llameando, como si le abandonara su espíritu. Fui convocado a comer e inmediatamente después de terminar el primer plato, volví a plantarme delante del televisor, consciente ya que la muerte del gigante había sido a costa de centenares de inocentes. Fue el momento en que empezamos a ser conscientes de la tragedia. Justo en el mismo momento en que un estallido apareció por debajo de la pantalla.

La segunda torre. Era un ataque terrorista. Dos aviones contra dos rascacielos. Las televisiones comenzaron a llenarse de aviones secuestrados. Otro aparato impactó contra el Petágono y un cuarto se estrelló en Pennsylvania, sin alcanzar objetivo alguno. El pánico se desató. Todo el mundo miraba al cielo pensando que podría ser un ataque a gran escala. ¿Qué sería lo próximo? ¿La Casa Blanca? ¿El Capitolio? ¿La Estatua de la Libertad? Y mientras veíamos a congéneres, lanzarse al vacío fruto de la desesperación, pidiendo socorro desde las ventanas, asomando la mitad de los cuerpos en aras de lograr aire limpio que respirar, la segunda torre impactada se derrumbó. Un alud de polvo inundó la ciudad, devorando cada esquina, cada calle y cada individuo que no se hubiera puesto a salvo. Al cabo de un rato la primera torre abdicó y se desplomó, cansada de tanto sufrir. Y con ello se acabó. Desapareció la inocencia de nuestra vidas, al menos, de la mía.

Al igual que mucha gente, tengo imágenes de aquel día guardadas, que recuerdo cada 11 de septiembre. Hay dos que me impactaron más que ninguna otra, más que los aviones cercenando las Torres Gemelas o éstas desplomándose. La primera es la de aquellas personas arrojándose al vacío, a unos segundos de libertad previos a una muerte segura, fruto de la desesperación, de la angustia. La segunda es la los habitantes de Manhattan cruzando el puente a pie, como los éxodos de los bonios en la guerra de los Balcanes, en busca de su casa o de un lugar donde invetiablemente recordar una y otra vez la cara del horror.

Los seres humanos somos muy dados a las cifras. La cuantificación de la realidad es lo que nos permite comparar y determinar la relevancia de los actos, hechos, palabras o cualquier otro hecho de nuestra vida, así que hay va la que resume el 11-S. Aquella mañana, eterna para todos, 2.973 personas fallecieron. Casi 3.000 personas fallecieron porque el ser humano sigue sin aprender que es ser, humano y supuestamente racional. 2.973 víctimas inocentes y vacuas. Porque su muerte no han marcado un antes y un después. Sus vidas no han cambiado nada en cinco años. Tan sólo han servido para que les echemos de menos. Y para que cada 11 de septiembre, los telediarios sepan con qué abrir, los periódicos puedan sacar un especial y las cadenas de televisión tengan películas y documentales que estrenar.

 

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