Ágora

Los bibliotecarios son una especie aparte. En realidad no son más que una parte más de la gran familia de los funcionarios, me refiero a aquellas que engloba a todo ser humano, retribuido de por vida (al menos, laboral) por el Estado, y que en nuestro inconsciente tiene la forma de un ser haragán, histéricamente pragmático, cuadriculado y la mayor tiempo ausente. Funcionarios diligentes, haberlos haylos, y yo os lo puedo asegurar, pero no están a la vista. Está claro que al Estado le hace falta un relaciones públicas.

Ciñéndome a lo que quiero contar, esos seres, habitualmente de gesto alelado, incapaces de imbuirse de la literatura que les rodea, desconocedores de la materia de la que en principio deberían ser duchos, torpes en el manejo de sus herramientas habituales, de escasa pro actividad e iniciativa, y en un estado perenne de cansancio, son prácticamente un miembro más de mi familia. Desde pequeño he tenido ficha en las bibliotecas más cercanas a mi lugar de residencia, y a esta edad pueden ascender ya a siete las bibliotecas en las que me ha dispensado carnet. Mi experiencia espero que sirva como aval a mis palabras.

Quiero contar tres historias que me han ocurrido y curiosamente las tres en la misma biblioteca, la Central de Madrid, que ilustren la realidad y el día a día en estos lugares, y en concreto en éste, donde tras el mostrador suele haber unas siete personas y sólo tres atendiendo. De un amplio catálogo, encontrar un DVD es panacea. El estallido del caos sucedió en sus estanterías.

Primera historia: tras haber leído el comic de Blacksad, lo devolví o al menos, eso creía yo. Una semana más tarde, al ir a coger otros tres ejemplares, uno de los bibliotecarios me indicó que sólo podía coger dos, dado que ya disponía de uno en préstamo. Sorprendido de no haberlo devuelto dado que así lo recordaba, me conformé con los dos ejemplares. Dos días de rastreo infructuoso y otro en el curro, únicos dos sitios donde podría haberlo dejado, comencé a dudar de mí mismo y a pensar que quizás había extraviado o me habían sustraído el dichoso comic. Resignado a comprarlo para retornar un ejemplar a la biblioteca, antes de preguntar qué tipo de penalización existía por la pérdida, se me ocurrió consultar la estantería en la que debería estar situado el comic en caso de haberlo devuelto, para comprobar, que allí se encontraba el ejemplar. Enrabietado me dirigí al bibliotecario en ese momento diciéndole que había encontrado el libro que me decían que tenía todavía en mi poder y que estaba en su sitio. Esperaba unas sinceras disculpas, una absoluta desolación y, por qué no, humillación y vergüenza. En realidad lo que obtuve fue una barrido del código de barras con los infrarrojos, un pitido y prácticamente inaudible “ya está”.

Segunda historia: Varias consultas matutinas de un libro con el que quería sorprender a la santa y en todas ellas disponible. Rápidamente, al mediodía, me dirijo a la biblioteca a tomarlo en préstamo, pero no lo encuentro. Maldiciendo mi suerte porque alguien lo haya cogido, me arrastro al ordenador para constatar tal infortunio. Pues no, se sigue encontrando disponible. ¿Dónde demonios está? Busco, rebusco, y busco de nuevo en la estantería y en las contiguas, sin éxito alguno. Apelo al comodín: el señor bibliotecario. Éste repite cada uno de mis pasos a pesar de que le insisto que no es así. Harto de perder mi tiempo, comienzo a buscar en otras zonas, con relación a la temática del libro. Y entonces lo hallo, unas cuantas estanterías más allá, exactamente cuando se pierde la voz del bibliotecario que vuelve a su sitio, cansado de revolver con la mirada. Cuando me presento ufano delante de él, con el libro bien visible en mis manos, a la espera de una alabanza o loa, resaltando mi habilidad y mi sagacidad, se muestra aliviado contestándome: “Menos mal. Si no tendríamos que darle de baja”. Desolador que por un error suyo metiendo un código distinto en la base de datos del que aparece en el lomo del libro, no esté disponible dicho libro para el disfrute de los usuarios. Lo más curioso, es que es este acontecimiento se repitió, aunque en este caso el libro se había ubicado en un lugar erróneo.

Tercera historia: Más que un hecho aislado es una práctica habitual. Cuando debes alquilar, debes presentar tu carnet, que no tiene más indicativo que tu nombre y un código de barras, asociado a un número que curiosamente es tu DNI, igualmente expresado en el carnet. Mi santa no suele llevarlo en la carterita habitual y cuando va, unas dos veces al año, y por ayudarme con libros vencidos, le indican que es al última vez, circunstancia que me hace pensar: ¿hay algún documento de mayor validez que el DNI, y en mayor medida, teniendo en cuenta que su ficha en la base de datos de la biblioteca parte del número de dicho documento, que incluye foto para reconocer al titular? Claramente la respuesta es no, por lo que sólo hay dos explicaciones: o son unos borregos que no saben discernir la lógica de la práctica, algo no peligroso dado que afortunadamente sólo se dedican a situar aleatoriamente libros en las estanterías y comentar la televisión a pleno grito (mientras te censuran que susurres al móvil), o simplemente son unos vagos, algo… evidente dado el estado de la biblioteca. A esto podemos añadir que la sección de infantiles sólo abre por la tarde.

La otra práctica, que igualmente confirma la hipótesis anterior, es que el horario de la biblioteca es de nueve de la mañana a nueve de la noche. No obstante, en la sección de préstamo, se indica que el horario finaliza un cuarto de hora antes. ¿Cuestión de disponer de tiempo para ordenar los libros entregados a última hora? No. Cuestión de salir en punto, dado que en más de una ocasión me he encontrado las estanterías móviles empleadas para acarrear los libros hasta su supuesto lugar.

Larga vida a los bibliotecarios. No es un deseo, es una realidad. Hasta que por fin las bibliotecas sean como los videoclub de cajero, y entonces… seguro que encuentran otro lugar donde lamentar su “miserable vida”.

 

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